Por Alejandro Hernández del Castillo
La crisis agudiza el ingenio y la Administración está de reforma. La eficacia y la eficiencia, y en mayor medida la sostenibilidad, son principios que obsesionan al legislador. El camino iniciado con la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera parece próximo a completarse con dos proyectos normativos que casi responden a un clamor social, pretendiendo, bien aplicar un mayor rigor en el control financiero y presupuestario (Proyecto de Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local), bien restaurar la confianza en las instituciones (Proyecto de Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno), tarea ésta última que se antoja harto difícil.
Sin embargo, el panorama expuesto resulta insuficiente si no se acompaña de una reordenación de la Administración periférica del Estado. Transcurridos más de dieciséis años desde la entrada en vigor de la Ley 6/1997, de 14 de abril (LOFAGE), es su aplicación práctica (como en tantas otras ocasiones) la que ha puesto de relieve algunas distorsiones entre el fin perseguido con su publicación y la realidad misma, haciendo aconsejable acometer una reforma que deje claro cuál deba ser el papel que han de jugar los órganos territoriales de la Administración General del Estado en el Estado de las Autonomías, evitando un reduccionismo que puede dar lugar en un futuro mediato a que su presencia en las provincias sea meramente testimonial.
Claro que la Administración periférica del Estado debe estar incardinada y subordinada, a la vez, a la organización territorial del Estado que la Constitución y los Estatutos de Autonomía han consagrado, pero no podemos olvidar el fortísimo peso provincial que aquélla mantiene todavía para el ciudadano. Y es que, a nivel territorial, Estado no son sólo las Comunidades Autónomas y los municipios, sino también las provincias (vid. Art. 137 C.E.), y la presencia en éstas de un representante estatal es lo que da cohesión al sistema.
Si la función del Delegado del Gobierno es más política y la del Subdelegado más administrativa, tal distinción no es percibida por el ciudadano, que sigue identificando al segundo como un representante político, siquiera sea por el desempeño de una de las funciones con hondas raíces políticas, cual es la dirección de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en la provincia.
Pero ocurre, además, que este papel político que el ciudadano viene percibiendo del Subdelegado se encuentra también devaluado respecto del de otras autoridades. Vivimos en un sociedad de imágenes y símbolos, y la denominación “Subdelegado del Gobierno” simboliza para el ciudadano algo que no debiera ser. Repárese en que en la Comunidad Autónoma de Andalucía, coetáneamente con la LOFAGE, se cambió la denominación del representante autonómico en las provincias (hasta entonces Delegado de Gobernación), pasando a denominarse Delegado del Gobierno (Autonómico) mientras que el estatal es Subdelegado, con un juego de palabras que induce al ciudadano a confundir éste con un subordinado a aquél.
Además, el hecho de que se conciba a los Subdelegados como órganos de competencia genérica sobre su territorio de adscripción, pero admitiéndose la existencia de servicios que mantienen su dependencia directa del órgano central competente sobre el sector de la actividad en el que aquéllos operan (servicios no integrados, como puede ser el caso de la Agencia Estatal de Administración Tributaria), hace que la imagen del Estado en la provincia quede difuminada y dispersa, sin cohesión.
En resumen, si la LOFAGE se propuso llevar a cabo el objetivo de garantizar la presencia institucional del Estado en el conjunto del territorio nacional, de acuerdo con el modelo de pluralismo político territorial recogido en nuestra Constitución, y coordinando la actuación de todas las Administraciones públicas que actúan sobre el territorio para conseguir un mejor funcionamiento de las mismas, abórdese la reforma, pero sin que necesariamente tenga que venir presidida por eficacias, eficiencias ó sostenibilidades; simplemente, respétese el principio de legalidad, que debe impregnar todo actuar administrativo. Sólo así conseguiremos una “Administración de ley”.