Por Alejandro Hernández del Castillo e Hipólito Marín Hortelano
No pocas dudas y una considerable alarma ha suscitado la noticia sobre la estimación por el Tribunal Supremo de los recursos de casación declarando la nulidad de pleno derecho del PGOU aprobado en 2010 para Marbella.
Pero más allá de esta comprensible reacción inicial, habrá que dejar actuar al Derecho. De entrada, nuestro Estado de Derecho descansa sobre la primacía de la ley, que nos sujeta y ampara a todos por igual, debiendo regirse la Administración conforme a los dictados de la ley, correspondiendo a los Tribunales el control recto de la actuación administrativa.
Y esto es lo que ha acontecido al declarar el Tribunal Supremo que la Administración autonómica y la municipal han ido más allá de lo que les permitía la ley al redactar y aprobar el citado PGOU.
Esa declaración ha de ser respetada y cumplida por todos los actores, ya sean administraciones, autoridades y funcionarios, entidades públicas y privadas, y particulares. No hay excepción, como tampoco la hay para que todos los citados debamos prestar la colaboración necesaria para la completa ejecución de lo resuelto, que ha de llevarse a cabo conforme a los estrictos términos consignados en la decisión judicial.
Esta es la fase del partido que ahora se juega, que puede llevarnos inicialmente a incertidumbres tales como qué pasará con las licencias de obras y de primera ocupación ya otorgadas con arreglo al planeamiento ahora declarado nulo, o con las que se encuentran en tramitación, o cómo, en definitiva, se puede despejar el futuro de varios miles de viviendas con la variedad de intereses que confluyen.
Si, como decíamos antes, son los tribunales quienes controlan a la Administración teniendo como único parámetro la ley, lo sucedido es simplemente que el Tribunal Supremo, respetando las reglas de juego, ha venido a poner las cosas en su sitio para, sin suplantarla, advertir a esa Administración servidora de todos lo que puede y no puede hacer. Y ello no puede ser interpretado sino como un sano ejercicio de puesta en acción de las competencias que a cada Poder atribuye (por enésima vez) la ley. Porque la ley es igual para todos, como igual deber ser en su aplicación.
Se abre, pues, la siguiente fase de ejecución de lo resuelto, donde es la Administración la que debe tomar la iniciativa y adoptar las decisiones oportunas, pero sin olvidar que estará vigilante el Tribunal competente, que en este caso no es el Tribunal Supremo, sino la Sala de lo Contencioso – administrativo en Málaga por prescribir– lo, una vez más, la ley.
En esta nueva fase, como no podía ser menos, debe seguir la Administración respetando la ley, permitiendo nuestro ordenamiento que, no sólo las partes,
sino también cualquier persona que, aunque no haya sido parte en el proceso previo, se considere afectada por el fallo, pueda impetrar el auxilio del Juez para la correcta ejecución de lo decidido.
Y es esa ley que con tanta vehemencia invocamos la que también nos confiere resortes para hacer patente el título expuesto en el encabezamiento del presente. No es un problema de ahora, sino que desde antaño el legislador se ha preocupado de conciliar el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones con la seguridad jurídica, principio que no puede pasar inadvertido por cuanto es la propia Constitución garante del mismo.
Un plan urbanístico tiene carácter reglamentario y está, por tanto, por debajo de la ley, que determina, por mor de esa seguridad jurídica, que la anulación de ese plan no implica, de entrada y per se, la de los actos firmes dictados en aplicación del mismo. Así viene recogido en la ley procesal, pero también venía recogido ya en la vieja ley de Procedimiento de 1958.
No valen, por tanto, planteamientos generales y habrá de ser, caso por caso, cómo se determinen las consecuencias de aquellas decisiones. Dejemos que actúe la ley.
Este artículo fue publicado en SUR el domingo 15 de noviembre