Por Juan Carlos Sánchez-Arévalo Torres
La delicada situación económica por la que se atraviesa, las reformas laborales llevadas a cabo en tiempos recientes y las ya anunciadas que están por llegar, han provocado un aumento de la conflictividad laboral, en concreto la convocatoria de huelgas tanto generales como en sectores específicos, que tanta repercusión tiene sobre nuestra vida cotidiana.
Tras la huelga de limpieza acontecida en la ciudad de Madrid el pasado mes de noviembre, el Gobierno ha anunciado una ley de servicios mínimos que ha despertado el recelo de las organizaciones sindicales toda vez que la huelga, como medida de presión a disposición de los trabajadores, lleva intrínseca la causación de un perjuicio real y efectivo para el empresario derivado del paro en la actividad; y que, sin ese perjuicio, quedaría vacía de contenido, perdiendo todo su sentido.
Los mayores problemas surgen cuando las actividades que dejan de prestar los trabajadores huelguistas, al formar parte del sector público o pertenecer a sectores estratégicos, están destinadas a cumplir servicios esenciales para la comunidad. En estos casos, terceros que no son parte en el conflicto, los propios ciudadanos, son los principales perjudicados por dicha medida, viendo seriamente mermados sus derechos y, en algunos casos, la satisfacción de necesidades básicas y elementales.
Episodios relativamente recientes, acontecidos en sectores tan dispares entre sí como la limpieza viaria, el transporte ferroviario o el tráfico aéreo, han puesto de relieve la enorme trascendencia que el ejercicio del derecho a la huelga puede llegar a alcanzar sobre el conjunto de la ciudadanía.
Al margen de opiniones y juicios de valor, lo cierto es que el derecho a la huelga es un derecho fundamental de los trabajadores recogido en el artículo 28 de nuestra Constitución, lo que demuestra la trascendencia con la que se reviste a este derecho. Sin embargo, la propia Constitución, en ese mismo artículo, fija un límite a su ejercicio: la necesidad de establecer las garantías suficientes para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales para la ciudadanía.
La pregunta surge de forma casi automática, ¿cómo se pueden tutelar ambos derechos? Responderla presenta una enorme dificultad práctica. Si se opta por garantizar una amplia protección de esos servicios esenciales, la huelga perdería la finalidad para la que fue convocada. Por el contrario, cuando se está ante servicios esenciales, permitir su ejercicio en toda su plenitud podría provocar graves perjuicios para los ciudadanos.
Nuestro ordenamiento jurídico no ofrece una definición de lo que deba entenderse por servicios esenciales para la comunidad, menos aún resuelve el problema de fijar los límites entre ambos derechos.
Ha sido el Tribunal Constitucional quien ha venido analizando y pronunciándose ampliamente sobre ambas cuestiones. Así, para que estemos en presencia de un servicio esencial para la comunidad, éste debe atender derechos fundamentales y libertades públicas, así como satisfacer bienes constitucionalmente protegidos. El propio Tribunal ha identificado muchos de ellos, entre los que podemos citar los servicios de abastecimiento de agua, suministro eléctrico, atención sanitaria y limpieza.
Pero el hecho de que una huelga incida directamente sobre la satisfacción de estos servicios no puede traducirse en la posibilidad de fijar unos servicios mínimos de tal entidad que impidan, de facto, el ejercicio del derecho de huelga. El Tribunal Constitucional ha intentado identificar el punto de equilibrio como “la prestación de los trabajos necesarios para la cobertura mínima de los derechos, libertades o bienes que el propio servicio satisface, pero sin llegar a alcanzar el nivel de rendimiento habitual”.
Términos sin duda muy genéricos a la hora de ser llevados a la práctica para establecer los servicios mínimos, lo que pone de manifiesto la ardua tarea que tiene encomendada la autoridad gubernativa, encargada de fijarlos en atención a la realidad del conflicto y a las circunstancias concurrentes en cada caso concreto. El refrán que reza “nunca llueve a gusto de todos” cobra especial sentido en estos casos, puesto que será muy probable que no sean del agrado de ninguna de las partes.
Aunque conviene recordar que dicha decisión puede ser recurrida por quienes no se muestren conformes con la misma, una vez fijados esos servicios mínimos, estos deben ser respetados y cumplidos tanto por la empresa, que no puede reemplazar a los huelguistas durante los paros, como por los trabajadores, que pueden ser sancionados, incluso con el despido, si no respetan el normal desarrollo de tales servicios durante las jornadas de huelga.
Y en el trasfondo de todo ello se encuentra el debate jurídico entre quienes abogan por introducir reformas en la regulación del ejercicio del derecho a la huelga orientadas a reforzar los servicios mínimos cuando dicho ejercicio pudiera afectar a servicios esenciales para la ciudadanía, frente a quienes consideran que la actual regulación, pese a que data del año 1977, ya contiene mecanismos de protección suficiente de ambos derechos, bastando con llevarlos a la práctica en cada caso de forma proporcionada. Sea como fuere, lo cierto es que las novedades legislativas que se anuncian vaticinan tiempos de intensa actividad en uno de los campos más relevantes y polémicos del derecho del trabajo.
Este artículo fue publicado el pasado 13 de diciembre en el periódico Diario Sur