Por Juan Carlos Sánchez-Arévalo Torres
Coincidiendo con la celebración del día internacional de los trabajadores, el afamado chef (estrella Michelín) Jordi Cruz abrió las puertas de su restaurante con unas polémicas declaraciones relativas a los denominados stagiers (aprendices de cocina) y del privilegio que para estos supone formarse en sus cocinas aun teniendo que pasar largas jornadas en las mismas, sin que medie salario; llegando incluso a afirmar que son las manos de esos aprendices las que dan rentabilidad a su negocio, que difícilmente sería viable si se incorporasen, a todos los efectos, como miembros de la plantilla.
El eco mediático de estas declaraciones ha sacado a la palestra un asunto cuya cuestión de fondo se adentra de lleno en el ámbito jurídico-laboral, poniendo sobre aviso a la propia Inspección de Trabajo, encargada de detectar las situaciones de abuso que puedan producirse como consecuencia de un uso indebido de la figura del becario, en la medida en que pueda encubrir un trabajo por cuenta ajena.
A juicio de quien esto escribe, la problemática no reside tanto en una cuestión de estricta legalidad, ya que los límites han quedado definidos tanto en términos legales como por la jurisprudencia del Tribunal Supremo, sino en la realidad de lo que ocurre en el interior de dichas cocinas o, dicho de otro modo, en la necesidad de dar contenido práctico a unos límites dibujados en abstracto.
Sirviéndonos de los términos empleados por el propio Tribunal, la finalidad primaria de esta figura es facilitarle al becario estudio y formación (de ahí la necesidad de contar con un plan formativo, la supervisión de un tutor, etc.) y no la de apropiarse de los resultados o los frutos de su esfuerzo o estudio.
Dicho de una forma más sencilla y práctica, si las tareas que se le asignan pueden integrarse dentro de los cometidos propios de una categoría profesional (lo que se conoce como tareas estructurales), y ello permite al empresario obtener del becario un trabajo necesario para el propio funcionamiento de su actividad empresarial, la conclusión no puede ser otra que la laboralidad del vínculo.
No debemos olvidar que nuestro ordenamiento jurídico ya regula unos contratos formativos que permiten compaginar la falta de experiencia del trabajador novel y/o su necesidad de ampliar conocimientos con la debida remuneración del trabajo que presta y las garantías esenciales inherentes al trabajo por cuenta ajena.
Retomando nuevamente esas declaraciones, podemos concluir señalando que difícilmente puede defenderse la legalidad de estas prácticas bajo el único argumento del prestigio del restaurante o el magisterio del chef, y menos aún acudir a criterios de rentabilidad económica tales como el ahorro en los costes, pues ello no vendría sino a confirmar que se presta un trabajo con utilidad y valor para la empresa, esencia del trabajo por cuenta ajena, apartándose de la finalidad formativa inherente a la figura del becario.